5 de octubre de 2015

TU EXISTENCIA NO DEPENDE DE NADIE

Un relato de Jorge Bucay.
Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana. Arrastró sus pantuflas hasta el baño y después de ducharse, se afeitó y perfumó. Se vistió y bajó a buscar su correspondencia. Se encontró con la primera sorpresa del día: ¡No había cartas!
Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y era una parte importante de su contacto con el mundo exterior. Un poco malhumorado desayunó y salió a la calle.

Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre transitaban las mismas calles y producían los mismos sonidos en la ciudad. Al cruzar la plaza casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía charlar largas horas sobre inútiles planteamientos metafísicos. Lo saludó con un gesto, pero el profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por su nombre pero ya se había alejado y Sinclair pensó que no había alcanzado a escucharlo.
El día había empezado mal y parecía que empeoraba.
Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar las cartas que con seguridad llegarían aumentadas para compensar las no recibidas antes.
Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó y mientras desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar al cartero. 
Por fin lo vio y su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no había cartas para él. El cartero le aseguró que no había nada para él.
Lejos de tranquilizarlo, esto lo preocupó más todavía.
Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se dirigió a casa de su amigo Mario.
Apenas llegó, esperó en la sala de estar a su amigo, que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al encuentro del dueño de casa con los brazos extendidos, pero este se limitó a preguntar: Perdón señor, ¿nos conocemos?
El hombre creyó que era una broma y rió. El resultado fue terrible: el dueño de casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle al extraño, que ante tal situación se descontroló y comenzó a gritar y a insulta.
Camino a su casa, se cruzó con otros vecinos que lo ignoraron o actuaron con él como si fuera un extraño.
Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en su contra, y él había cometido una extraña falta hacia aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como algunas horas antes lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun, alguno que involucrara a toda una ciudad.
Durante dos días más, se quedó en casa esperando correspondencia que no llegó o la visita de alguno de sus amigos que, extrañado por su ausencia, tocara su puerta para saber de él; pero nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó sin aviso y el teléfono dejó de funcionar.
Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió a ir al bar donde se reunía con sus amigos, para comentar las cosas cotidianas. Apenas entró, los vio como siempre en la mesa del rincón que solían elegir. Hans contaba el mismo viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre. El hombre acercó una silla y se sentó. De inmediato se hizo silencio. Sinclair no aguantó más: ¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les molestó, díganmelo y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve loco…
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su índice sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación, luego rogó por ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por qué le hacían eso.
Sólo uno quiso dirigirle la palabra: Señor, ninguno de nosotros lo conoce. De hecho, ni siquiera sabemos quién es usted…
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local, arrastrando su humanidad hasta su casa. 
Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué, había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no existía en las agendas de sus compañeros ni en el recuerdo de sus conocidos y menos aún, en el afecto de sus amigos. Como un martilleo aparecía un pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él mismo se empezaba a hacer: ¿Quién eres?
¿Sabía realmente contestar esta pregunta? Él sabía su nombre, su domicilio, su número de documento y algunos otros datos que lo definían pero fuera de eso: ¿Quién era, verdadera, interna y profundamente? Aquellos gustos y actitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿eran suyas verdaderamente? ¿o eran como tantas otras cosas: un intento de no defraudar a otros que esperaban que él fuera el que había sido?
Algo empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una manera determinada. Fuera él como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás.
Por primera vez, encontró algo que lo tranquilizó: lo colocaba en una situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya la aprobación del mundo.
Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los pulmones. Se dio cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo, percibió el latido de su corazón y se sorprendió de que por primera vez tenía miedo.
Ahora, por fin, lo sabía: SU PROPIA EXISTENCIA NO DEPENDÍA DE OTROS, DE NADIE.
Descubrió que fue necesario estar solo para poder encontrarse consigo mismo…
Se durmió tranquila y profundamente y tuvo hermosos sueños….Despertó a las diez de la mañana, descubriendo que un rayo de sol entraba por la ventana e iluminaba su cuarto.
Sin bañarse, bajó las escaleras tarareando una canción que nunca había escuchado y encontró debajo de su puerta una enorme cantidad de cartas.
La señora de la limpieza estaba en la cocina y lo saludó como si nada hubiera sucedido.
Todo había vuelto a la normalidad…
Salvo él, por suerte, que nunca más tendría que pedir a otros que lo definiera, que nunca más sentiría miedo al rechazo, a ser juzgado o ignorado.
Todo era igual, salvo que ese hombre nunca más, se olvidará de quién ES.
Jorge Bucay.

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